Te plantas frente al espejo, el corazón en un puño, una
sonrisa maquiavélica recorre tu desfigurado rostro. Aprietas el corazón. Se
siente caliente, dulce, sincero. Aprietas un poco más. Grita. Grita con una voz
chirriante que te atraviesa la columna, pero aún así no dejas de apretar. Más.
Más. Más. La sonrisa se te ensancha hasta cubrir casi la totalidad de tu cara,
no puedes dejar de mirar el espejo. Su nombre, su nombre escrito en sangre. Tu
sangre. Esa sangre que te succionó lenta y pausadamente. No tenía prisa, sabía lo
que hacía. Sentías su calor en tu corazón, en cada poro de tu piel, cada
esquina, cada recoveco de tu cuerpo fue inundado por su esencia. Esa jodida
esencia que te abrasaba la piel, que te hacía vibrar. Eras el puto dueño del
mundo. Y seguía succionando, lenta y pausadamente. No querías abrir los ojos,
no querías pensar, sentir, no querías ser. Solo querías que siguiera tocando tu
alma, sus dedos, sus eternos dedos rozando cada centímetro de ti, inventándote invencible.
Aprietas un poco más. Ahora eres tú quien grita. Un grito agónico, sucumbido.
Expulsas todo el dolor que te invade, te impregna, te repugna sentir, pero
quieres sentir. Quieres sentirlo, dolor es realidad. Dolor. Aprietas más. Se
acabó. Estás muerto.
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